Todo se canjea, desde los despachos, los cargos y los votos.

Norma Morandini: "Si el arte de la política es el arte de la deliberación y la negociación, entre nosotros, siquiera hemos salido de la etapa del trueque"

Su debút en el Congreso. Es un estreno salvaje al que debo habituarme porque en la casa de la democracia todo es confrontación. No hay debate. Tan sólo enfrentamiento, descalificación. Como allí están los protagonistas, las figuras que dominaron la política de los últimos 20 años, todos se inculpan, se enrostran sus mutuos fracasos. Aunque algunas figuras se las llevó la historia, los argumentos se invalidan con el pasado reciente. Unos por haber apoyado el Pacto de Olivos, otros a Cavallo, a Menem o a De la Rúa...En ese cinismo, que como una falla espiritual colectiva nos hace bajar los brazos, algunos tratamos de honrar la confianza de los que nos delegaron su poder. Aunque nos hagan votar en la madrugada y el sopor del sueño sea el mejor aliado de los que buscan juntar “129 voluntades” en lugar de conseguir lo mejor para el país.

El debut en el Congreso de la Nación no pudo ser más simbólico, como si en esas sesiones maratónicas ya estuviera anticipado lo que será este nuevo tiempo legislativo, que por ahora, de nuevo, sólo tiene el rostro de los que venimos de otras lides y como debutantes nos sobra perplejidad.

Fuimos a una ceremonia que debió ser solemne por el compromiso encerrado en una formula repetida: Sí, juro; y terminamos votando cuestiones medulares. Pero, ¿a qué se jura?; ¿a la patria, esa palabra tan mal connotada por aquellos que dicen defenderla, pero luego quieren matar a sus compatriotas?; ¿a la Constitución, esa letra magna tan devaluada en su cumplimiento?; ¿a uno mismo, ese ser que nos habita y con el que sólo podemos vivir en serenidad cuando no lo contrariamos?

En lugar del Himno que nos cobija a todos los argentinos, sonó la marcha peronista, cantada menos como canción partidaria que como una competencia entre los dos bloques que se arrogan la doctrina peronista.

Estoy sentada en la última fila del recinto. Dicen que ese es el lugar de los que quieren pasar inadvertidos, están castigados, o también, el de los más traviesos. Allí también están Rafael Bielsa, Eduardo Borocotó y Francisco de Narváez. Para mí, es un privilegiado lugar de observación. Como si estuviera en el teatro y la lejanía del escenario nos protegiera de la media corrida de la bailarina, los kilos de más de los actores, esas apariencias que nos distraen de la esencia de la obra que se representa ante nuestros ojos. Sólo que en este caso soy protagonista, y necesito aprender las letras, los códigos, el reglamento.

Así descubro que aun cuando no hable en el recinto, dentro de las 72 horas, puedo pedir que la fundamentación de mi voto se agregue a la versión taquigráfica. A poco andar, entenderé que en muchos casos se habla para esa versión, la que queda escrita y, como documento, configura la historia. Aunque a la hora de votar se apruebe lo que se criticó en los discursos.

Reglas no escritas

Hay otras reglas no escritas que se invocan toda vez que se transgrede la práctica política, o se critique lo que arremete contra el deber ser de una auténtica convivencia democrática: “Y… esas son las ‘reglas de juego’”. Sin embargo, si esas “reglas” no hubieran dado el resultado del “que se vayan todos”, y los partidos políticos no estuvieran en el lugar más bajo de la estima de la sociedad, tal vez, podría aceptarlas como enseñanza de aquellos que llevan años en la actividad parlamentaria. ¿No será que de lo que se trata es de que inauguremos nuevas reglas de juego, las del disenso y el pluralismo, en lugar del viejo enfrentamiento, el del bipartidismo, que redujo la política al trueque, el “que me das, que te doy”; la sociedad a la encuesta, y al quehacer parlamentario a las matemáticas?

En la casa de la democracia, la infancia política corre suelta. Si el arte de la política es el arte de la deliberación y la negociación, entre nosotros, siquiera hemos salido de la etapa del trueque. Todo se canjea, desde los despachos, los cargos y los votos.

A poco levantarse el telón, como actores que no se animan a improvisar, el libreto se repite: a propuesta de Miguel Bonasso, debemos votar la impugnación de Luis Patti, a quien la Justicia Electoral, como a todos los que allí estamos, entregó su diploma de legislador.

He pasado la noche en vela tratando de entender la Constitución y el reglamento de la Cámara para no cometer lo que padecí: la ilegalidad. Sé que por encima está la violación de los derechos humanos, los crímenes de lesa humanidad, aunque la Constitución no establece requisitos para ser diputado, más allá de la edad y de ser oriundo de la provincia que lo postula. Pero en las vísperas de recordar los 30 años de la dictadura militar que fracturó la historia de nuestro país, el pasado nos vuelve a enfrentar.

En el recinto-escenario, desde las graderías vuelan los gritos, de “genocidas” que se cruzan con las vivas a Patti y a Videla. Las galerías han sido destinadas para los cinco invitados a los que tiene derecho cada diputado. Sin embargo, ni eso fue respetado. Las galerías han sido ocupadas por verdaderas barras que gritan y hasta lanzan papelitos.

Es un estreno salvaje al que debo habituarme porque en la casa de la democracia todo es confrontación. No hay debate. Tan sólo enfrentamiento, descalificación. Como allí están los protagonistas, las figuras que dominaron la política de los últimos 20 años, todos se inculpan, se enrostran sus mutuos fracasos. Aunque algunas figuras se las llevó la historia, los argumentos se invalidan con el pasado reciente. Unos por haber apoyado el Pacto de Olivos, otros a Cavallo, a Menem o a De la Rúa.

Sin embargo, pocos recuerdan el pasado mas incómodo, el de los cacerolazos, y el de “que se vayan todos”. La debacle de 2001 que desnudó al país e impuso la urgencia de construir una nueva cultura política. Si fracasaron todos, si no existe ningún sector que pueda arrogarse la verdad, ¿no es ésta la hora de volver a empezar, para instaurar una auténtica cultura democrática, en la que la obediencia debida sea reemplazada por el disenso y la libertad de conciencia no se interprete como un acto de coraje?

Rarezas

Resulta paradójico que lo que debiera ser normal en la vida legislativa, se convierte en una rareza. A la hora de interpretar las actitudes personales, igualmente se utilizan sólo dos pesas y dos medidas: o se es oficialista o se está en la oposición. Nunca el compromiso primero con los valores o los problemas del país que nos afectan a todos y a los que debieran subordinarse los intereses partidarios.

Mal se entiende que en el afán de comprender y aprender asista a todas las reuniones para escuchar los diferentes argumentos que me ayudarán a la hora de decidir el voto. Así fui tanto a la audiencia pública para escuchar a las organizaciones ciudadanas que cuestionan el proyecto de reformar al Consejo de la Magistratura como a la Comisión de Asuntos Constitucionales, que no integro. La tarea de legislar, además del compromiso ético e ideológico, demanda idoneidad y una base sólida de estudio y experiencia para comprender asuntos tan complejos como el presupuesto o la reforma del Consejo de la Magistratura.

La cronista que soy mira los comportamientos que nos desnudan como sociedad. Allí soy “la 125”, como me anuncia el guardia cuando ingreso al edificio. Cuando indago sobre su capacidad para recordar tan rápido los rostros de los que somos nuevos, me cuenta una anécdota que merece un contexto de cuento: recuerda mi nombre, pero olvidó el de su esposa, a la que nombra con un apodo. Otros ordenanzas pasan de la prepotencia a la reverencia cuando me descubren diputada. Y me pregunto: ¿no será porque no respetamos al otro, al cualquiera, es que somos tan afectos a las reverencias?

En los 20 años que frecuento el Congreso –antes como periodista–, mucho cambió la estética femenina: desde las “politrices”, los tiempos de María Julia y Adelina, que imitaban la estética de las actrices y la forma masculina de hacer política, a la actual imagen fashion femenina por la obligación del cupo del 30 por ciento. Sin embargo, no sólo cambia la estética. Muchas diputadas ya comienzan a reclamar por las formas autoritarias masculinas, aunque las voces femeninas son las que más suenan.

Silencio

Por ahora, hago silencio. Tengo cuatro años para hablar. Ahora necesito entender y aprender. Aun cuando ya intuyo algunas cuestiones. Si las elecciones fueron sustituidas por las encuestas, me temo, el Congreso ha sido reducido a un juego de las matemáticas. Las leyes no se perfeccionan ni son el resultado de los consensos, sino de los recuentos de los votos. Si por instinto me revelo ante las presiones para conseguir “las 129 voluntades” –el número que necesita el oficialismo para imponer sus leyes– soy sensible a los argumentos de mis compañeros de bloque, que fueron respetuosos con mis decisiones.

No creo que la política sea el arte de lo posible, una observación que sirve para justificar las presiones que se realizan en las trastiendas del poder. La política debe ser creativa, plástica, nueva, siempre que la guíe la ética y la razón democrática y no la urgencia de la gobernabilidad que en nuestra historia reciente encubrió la hipocresía de los contubernios a espaldas de la gente. Aunque la opinión pública, reducida hoy a las encuestas, satisfecha por los viajes y el consumo, sea parte también de ese rostro incómodo de la política, el desinterés, y haya pasado del “que se vayan todos” de 2001 al “ya no me importa que se hayan quedado todos”.

En ese cinismo, que como una falla espiritual colectiva nos hace bajar los brazos, algunos tratamos de honrar la confianza de los que nos delegaron su poder. Aunque nos hagan votar en la madrugada y el sopor del sueño sea el mejor aliado de los que buscan juntar “129 voluntades” en lugar de conseguir lo mejor para el país.

Norma Morandini

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